viernes, 4 de junio de 2010

A PESAR DE TODO, GERARDO SE RIE


Por Marlene Caboverde Caballero

Lo condenaron al destierro del silencio, al castigo de la soledad más sórdida; colgaron de su cuello como un trozo de hierro dos cadenas perpetuas y lo lanzaron al vacío de una celda, al imperio del mal en una prisión. No obstante y pese a todo, se reía.

Ellos, los que le juzgaron y condenaron, no sospecharon que él se las arreglaría para edificar tras las rejas ese país donde un hombre y una mujer jamás correrían el riesgo de gastarse, ni siquiera por tantos besos.

Quisieron roerle la voluntad y entonces transformó El necio de Silvio en un himno anti ratas. Pretendieron usurparle la bondad, pero llegó Cardenal, un pichón recién nacido, desplumado y muerto de frío, como la renovación en el alma del valor de un amigo.

Alguien pensó, que a fin de tacharle el júbilo lo ideal sería cerrar su expediente, borrar el caso, ignorar su existencia en la vieja Victorville de muros y paredes grises. Pero amaneció la solidaridad en miles de manos, rostros y voces que iluminan sus días con esos te queremos, no te rindas, estamos contigo, esperamos por ti, te liberaremos.
Y así crecía en su cara aquella sonrisa odiada y maldecida por los inquisidores de la libertad. Decidieron que, acabaría aniquilado por la nostalgia del tiempo y las distancias, si persistían en negarle los abrazos, los labios y el pecho caliente de su mujer.

Pero a él le bastaba aquella boca de primaveras saltando de una fotografía, y se veía en sus ojos, y ella le hablaba y le devolvía los encuentros, las promesas, los nombres de los hijos visibles, posibles, que flotaban en algún punto de los universos.

Fallaba la agonía de las dos cadenas perpetuas y esos, los que creían en lo infalible del martirio quedan aplastados, entre el desconcierto y la derrota por el gozo que pervivía en el rostro de aquel hombre devolviéndoles.

Y para colmo le llaman Cuba, se retuercen los hígados lo que se empeñan en hostigarlo con los cuchillos de la tristeza. Y además reparte dibujos con gaviotas, conejos y pepinos a los demás prisioneros que quieren consolar a los niños que les esperan en casa, y también hace que la sala de visitas y el patio se desborden de carcajadas, de una insólita alegría.

No durará dos cadenas perpetuas, deciden definitivamente y hasta aliviados, aquellos que lo condenaron al destierro del silencio y el castigo de la soledad. ¡Qué tontos! Piensa él porque solo acaba de cumplir los 46.
Es cuatro de junio y entonces conversa con el espejo, se burla de su calvicie, vuelve a recordar a Cardenal y se alegra como un crío.


Luego de casi doce años aquellos de espíritu seco y vista corta quedan a la zaga de esa fórmula tan simple de Gerardo Hernández Nordelo, que consiste solamente en creer en la esperanza.

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